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Bodart- Llamar ‘Alfredo Alcón’ al Complejo Teatral de Buenos Aires”

16.04.2014 05:37 |  Noticias DiaxDia  | 

Artículo 1°.- Denomínase Complejo Teatral de Buenos Aires “Alfredo Alcón” al actual Complejo Teatral de Buenos Aires.
Fundamentos
El pasado viernes 11 de abril falleció el actor Alfredo Alcón. La sola mención de su nombre evoca una vida al servicio de la cultura nacional.
Nació como Alfredo Félix Alcón Riesco, en el barrio de Liniers de esta Ciudad de Buenos Aires, allá por un 3 de marzo de 1930. La trayectoria artística de este maestro de la escena nacional impresiona: desde “El amor nunca muere” (1955), protagonizó más de cuarenta largometrajes. Fue sin dudas el actor con más amplio repertorio de su generación. Como actor de teatro representó personajes de William Shakespeare, Federico García Lorca, Arthur Miller, Tennessee Williams, Henrik Ibsen, Abelardo Castillo, Eugene O’Neill y Samuel Beckett. También supo ser director en varias y recordadas ocasiones.
Fue el actor de culto del reconocido director Leopoldo Torre Nilsson y protagonizó papeles memorables en el cine, tal como el protagónico de “El santo de la espada” (1970), basada en la novela de Ricardo Rojas sobre la vida de José de San Martín. También con Nilsson hizo largometrajes con reconocimiento internacional, tales como “Un guapo del 900” (1960); “Martín Fierro” (1968), sobre el poema gauchesco de José Hernández, “La maffia” (1972), “Los siete locos” (1973) -sobre la novela homónima de Roberto Arlt -Oso de Plata en el Festival Internacional de Cine de Berlín-, y “Boquitas pintadas” (1974) -Concha de Plata y Premio Especial del Jurado en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián, basada en la novela de Puig del mismo nombre.
En teatro, su recorrido no fue menos estelar. Bajo dirección de Inda Ledesma, protagonizó, en 1966, uno de los mayores éxitos del teatro argentino: “Israfel”, de Abelardo Castillo, en el que tuvo a cargo el memorable rol de Edgar Allan Poe. Y aunque es parte de todas las semblanzas biográficas, no es ocioso reiterar que Alcón fue protagonista de la película más taquillera de toda la historia del cine argentino, “Nazareno Cruz y el lobo” (1975), de Leonardo Favio, con un récord de 3.4 millones de espectadores. Se lució además en “Los inocentes” (1964), de Juan Antonio Bardem, trabajo éste que le permitió incursionar en el cine español, siendo uno de sus más recordados papeles el que interpretó en “En la ciudad sin límites”(2002), película de Antonio Hernández ganadora de dos Premios Goya. También se destacó con éxito de crítica y público en el teatro español, así como en la televisión de ese país.
Mencionamos solamente sus incursiones más sonadas: protagonizó la obra “El público”, de Federico García Lorca, en su estreno mundial en el Teatro Fossati de Milán, y en el Teatro María Guerrero de Madrid, en 1986 y 1987 respectivamente.
Tuvo otros puntos altos y particulares en su carrera, como en 1997 cuando participó en el álbum “Alta fidelidad” de Mercedes Sosa y Charly García, acompañando a la gran cantante en la canción “Los sobrevivientes”.
Alcón recibió numerosos galardones en vida: el Premio al mejor actor en el Festival Internacional de Cine de Cartagena por “Los siete locos”, y el Premio Cóndor de Plata al mejor actor por sus sendos protagónicos en “Un guapo del 900”, “Los inocentes” y “Martín Fierro”. En 2005, la Asociación de Cronistas Cinematográficos de la Argentina le otorgó el Premio Cóndor de Plata a la trayectoria.
Prestó su voz en innumerables películas, entre ellas “Últimas imágenes del naufragio”, “De eso no se habla” y “Cortázar”.
Su calidad como intérprete sobresale también en “El hijo de la novia”, película de 2001 de Juan José Campanella nominada al Premio Óscar como mejor película extranjera, en una de cuyas escenas Alcón hace de sí mismo y recita un improvisado Hamlet.
De Liniers al mundo: un origen humilde para una carrera brillante
Como el mismo Alcón recordaba en una entrevista realizada hace no mucho y decía de su primigenia aproximación a la lectura: “Mi padrino tenía una biblioteca muy grande, y me prestaba muchos libros, pero obviamente los seleccionaba como para un chico. Así que, en invierno -porque era algo que no podía hacer en el verano-, yo iba con el abrigo y me guardaba todos los libros que podía adentro del sobretodo. Recién cuando llegaba a casa verificaba el botín, y así fue como, a los diez, once años, había leído ‘Así hablaba Zaratustra’ de Nietzsche, y tenía un flor de malambo en la cabeza. Mi mamá había llegado a leer unas pocas hojas del libro y por poco me quería llevar a que me exorcizaran. También leí a Shakespeare. La primera vez que me metí en ‘Ricardo III’ tenía once años. Me acuerdo como si fuera hoy que, cuando iba a buscar a mis amigos del barrio los días de lluvia, como no podíamos salir a jugar a la pelota, nos quedábamos en la cocina de la casa de alguno. Y una de esas tardes les propuse leer algo. Había llevado un libro que todavía no le había devuelto a mi padrino. Y les leí algunos diálogos de ‘Ricardo III’. Tan mal no anduvo la cosa porque después eran ellos los que me pedían que les leyera. Entonces ponía voz de malo cuando me parecía que el personaje era malo, y voz de bueno cuando me parecía que el tipo era bueno. Con el tiempo me di cuenta de que las cosas eran más matizadas en la vida: un malo puede tener voz de bueno, y los buenos pueden no ser tanto.”
Todavía estaba muy lejos el teatro, o sea, a la idea de asociar esas lecturas de la biblioteca del padrino a la cuestión de ser o no ser un actor. “Shakespeare era, en el fondo, alguien que debía ser importante porque mi padrino lo tenía en la biblioteca. Había algo tan truculento, tantas aventuras en eso que leía, que no podía dejar de engancharme.” La primera gran novela que recuerda haber leído entera -más importante aún, el primer libro que le produjo una auténtica sensación de espanto- era de un autor que resultaba crucial para Arlt: Crimen y castigo, de Dostoievski. “Venía leyendo en el tren, ya estaba oscuro, y justo arribamos a Liniers cuando Raskolnikov está empezando a matar a la vieja. Me tenía que bajar ya pero me parecía que, si cerraba el libro en ese momento, Raskolnikov iba a seguir a los hachazos. Sentí que tenía que pasar esa hoja, conjurar ese crimen de algún modo, así que me bajé corriendo y, en el primer kiosquito en el que había una lámpara, me paré debajo para seguir leyendo hasta que pasara ese momento terrible.”
Alcón, de familia humilde, con una madre obrera -viuda muy joven-, terminó recalando en el viejo Conservatorio de Arte Dramático casi como un juego adolescente y allí conoció a Ibsen, Lorca y tantos autores más. Pero según él mismo reconoció, una bisagra en su orientación definitiva fue presenciar la interpretación de “Bodas de Sangre” por Margarita Xirgu en el Teatro Argentino, donde los estudiantes podían acceder de forma gratuita. Así lo cuenta: “Fue la primera vez que la vi. Ella había dicho que no iba a volver a España hasta que no se fuera Franco, y de hecho no volvió, aunque se lo ofrecieron. La fui a ver cuando hacía ‘Bodas de Sangre’. Hay que tener en cuenta que ella tenía un estilo totalmente alejado del naturalismo, y provocaba tanta adhesión como rechazos… había gente que no la soportaba. Pero yo aprendí que ésa es una de las cualidades de los más grandes actores: provocar esos enojos y esos amores terribles. Muy pocos lo consiguen.”
No seríamos fieles a la memoria de Alfredo Alcón si no recordáramos también a quien él consideraba como su maestra: Milagros de la Vega. En un homenaje a la actriz realizado en el Teatro SHA, Alcón se refirió a ella con los siguientes palabras: “La luz que vemos en Milagros de la Vega no es la del que siente que ha encontrado la perfección, sino la de quien se sigue sintiendo alumna en esta duro, hondo y alegre juego de vivir alerta. Gracias, Milagros, por el rayo de esperanza que brilla en sus ojos, porque ése es el mejor regalo que nos puede ofrendar. Por favor, siga ayudándonos a merecerlo.”
En el escenario extraordinario, en la vida una ética ejemplar
Quienes lo conocieron como colegas, alumnos y admiradores destacan, además de su grandeza actoral, un aspecto en nuestra opinión no menor y que también es un pilar justificatorio de este proyecto que presentamos: la ubicación ética profesional que siempre priorizó, en la defensa colectiva de los derechos del conjunto de los actores.
Alfredo ya en los ’70 era un actor prestigioso y aunque fue de los primeros destinatarios de las amenazas de muerte de la Triple A se jugó por muchos jóvenes actores militantes y no se amilanó con la dictadura militar. Ya con Alfonsín, en la década del ’80, siempre sostuvo cada iniciativa impulsada en defensa de reivindicaciones sindicales de los trabajadores de la cultura y causas sociales a las cuales era especialmente sensible.
Antonio Célico, actor, director y actual rector de la Escuela Metropolitana de Arte Dramático nos señala: “Todavía hoy lo recuerdo con emoción viéndolo llegar al frente de la columna del sindicato de actores a la Plaza de Mayo el 1° de mayo de 1990 en la convocatoria de ‘la Plaza del No’ contra el plan de privatizaciones del menemismo”.
Siempre abierto y predispuesto para los nuevos actores. Siempre compañero, sin las ínfulas de muchas primeras figuras, sin olvidarse nunca de su origen y condición, simple y maravillosamente actor. Por eso este proyecto de denominar “Alfredo Alcón” al Complejo Teatral de Buenos Aires condensa en el homenaje a este gran valor de la cultura nacional un sentido reconocimiento a todos los hombres y mujeres que han hecho grande la actuación en nuestro país, desde una perspectiva independiente del establishment del espectáculo y siempre sosteniendo una concepción popular y democrática de este rol social.
Así se definía él mismo desde el punto de vista ideológico: “Yo no sabía si era de izquierda, pero sí quería que haya justicia, que los seres humanos estén más cerca unos de otros, si eso es ser de izquierda, sí lo era. Pero no me dije un día ‘voy a ser de izquierda’, ni tuve una militancia determinada en un partido. Nunca me afilié a ninguno. Cuando hacía recitales de poesía, seleccionaba poemas de Raúl González Tuñón o de Juan Gelman, porque me gustaba el pensamiento que había en esos poemas. Me daba un poco de miedo la idea de ‘La luna con gatillo’, eso de que hay que fusilar al mundo con la luna, pero al mismo tiempo era muy atractivo recitar algo así”.
El arte y la función social: un matrimonio indisoluble en la concepción de Alcón
Como síntesis de la fundamentación de este proyecto queríamos recordar a Alcón en sus propias palabras, en un fragmento de un monólogo protagonizado por él donde define la función social del arte y el rol del actor: “La función social es inherente al arte. La búsqueda de la belleza es la búsqueda de la justicia. No puede haber belleza si no hay justicia. La hay, pero a pesar de la injusticia. Uno dice, ‘cómo podés ponerte a escribir un poema mientras está pasando lo de Haití, por ejemplo?’. El arte tiene que hacerte afinar el alma, te hace tener más nostalgia de un mundo donde el otro sea tan importante para vos como vos mismo, y donde la injusticia sea vergonzosa, donde te dé vergüenza estar haciendo teatro, saber que después salís y vas a cenar, sabiendo que hay personas que no tienen para comer. Uno se acostumbra a la injusticia, en lugar de estar continuamente acuciado por el hecho de que mientras haya injusticia uno no podría estar tranquilo. Por eso uno cree en la alegría y no en la felicidad. Uno puede estar alegre en un momento y no saber por qué, pero es un rato. Esos son los momentos donde uno se acerca a la alegría. Pero la felicidad sería un estado fuera de la realidad, tuyo solamente, cerrado, mirándote a vos mismo o lo que te conviene de vos mismo, en un lugar donde no prestes atención ni a tus propias necesidades.
“Es difícil de explicar; por suerte los poetas dicen con síntesis, con hondura y con belleza lo que uno tartamudea. Nosotros podemos estar toda la vida tartamudeando y no nos va a salir, y ellos de pronto con una frase sintetizan estos pensamientos. Hay un texto de Eduardo Galeano que se llama ‘La función del arte’, que dice que un niño no conocía el mar y un día le pide a su padre que lo lleve a conocerlo y éste lo lleva. Antes de llegar a la playa tienen que pasar unos médanos y de pronto ante los ojos del chico aparece aquella inmensidad, con aquellas olas enormes a lo lejos y pequeñas en las orillas, los sonidos, los olores, todo ese mundo en movimiento. Entonces el chico le dice al padre: ‘Papá, ayúdame a mirar’. Esa es tal vez la función del arte: ayudar a mirar.”
 
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